El primer Centro de
Psicoterapia de la Mujer [1]
de España fue fundado en Madrid en 1981, con la finalidad de ofrecer
atención psicoterapéutica, en una época en la cual
la sanidad pública no la proporcionaba, a mujeres pertenecientes
a sectores sociales cuyos recursos económicos no les permitían
acceder a la asistencia privada [2].
El Centro contó con subvenciones del Instituto de la Mujer (Ministerio
de Trabajo y Asuntos Sociales) y cobraba unos honorarios mínimos
de carácter simbólico.
Una experiencia previa con "grupos de encuentro" de mujeres,
había tenido lugar en la "prehistoria" del Centro de
Psicoterapia de la Mujer, entre 1979 y 1981. Después de asistir
en Holanda, con un grupo de trabajadoras sociales [3],
a un curso de formación dirigido por especialistas que habían
desarrollado un programa estatal de Orientación a Mujeres, organizamos
unos talleres con mujeres de los barrios de Tetuán y La Ventilla,
patrocinadas por las Asociaciones Vecinales. Cada grupo se reunía
con dos coordinadoras una vez por semana, durante dos horas, a lo largo
de tres meses. Al comienzo las mujeres elaboraban un temario que respondía
a sus intereses. A su vez, las trabajadoras sociales participaban semanalmente
en un grupo de reflexión, coordinado por dos psicoanalistas [4],
sobre la tarea que llevaban a cabo en los talleres.
En el año 1981 este proyecto fue subvencionado por la Dirección
General de la Juventud (Ministerio de Cultura).
El discurso de las mujeres en los talleres se centró en una serie
de cuestiones que despertaban interés en todas las participantes:
>>> Interrogantes con respecto
al propio cuerpo.
>>> Problemas concernientes
a la sexualidad: frigidez, inhibiciones, sentimientos de culpabilidad.
>>> Conflictos en la relación
con la pareja y con el lugar que la mujer ocupa con respecto al hombre.
>>> Dificultades en la relación
con los hijos, vinculadas con su historia familiar y con sus experiencias
como hijas.
>>> Obstáculos para
la inserción social en el terreno laboral, asociados con el papel
tradicionalmente asignado a la mujer en la familia.
Obviamente, la enumeración de estas preocupaciones comunes a todas
es propia de un enfoque meramente fenomenológico que encubre las
determinaciones psíquicas singulares de los problemas a los que
alude un mismo significante. En consecuencia, la discusión y reflexión
sobre estas cuestiones en talleres o grupos de encuentro, aunque resulten
de utilidad en la medida en que abren nuevas perspectivas a las mujeres,
tendrán necesariamente un alcance limitado. La experiencia realizada
en Holanda, por ejemplo, demostró, a través de un seguimiento
posterior, que los cambios logrados en los talleres no se sostienen con
el paso del tiempo, si no se analizan las determinaciones singulares mencionadas.
Por el contrario, en los grupos psicoterapéuticos este es, precisamente,
el objetivo, y a él obedece la creación del Centro de Psicoterapia
de la Mujer.
En efecto, la dinámica intersubjetiva, en tanto revela las modalidades
de relación de cada miembro con los otros y con el terapeuta, permite
investigar la especificidad del sentido de los síntomas, tomándolos
como producto de una estructura subjetiva singular. Los movimientos feministas
de los años 80 buscaban la toma de consciencia, por parte de las
mujeres, de su pertenencia a un colectivo oprimido como paso necesario
para acceder a una posición de sujeto, entendido como agente de
transformación histórico-social. Pero ese paso, si bien
necesario, no podía ser suficiente puesto que descuidaba los efectos
de lo inconsciente. En efecto, ha conducido a decepciones, en la medida
en que generalmente tendía a sustituir un modo de alienación
(en la individualidad aislada socialmente) por otro (en la comunalidad).
Desde la perspectiva psicoanalítica, si el objetivo es que una
mujer pueda asumir la posición de sujeto de su propio deseo, entendemos
que es de rigor trascender la creencia ingenua e ilusoria en los enunciados
que suelen aparecer en los primeros encuentros grupales de mujeres: "a
todas nos ocurre lo mismo", "compartimos los mismos códigos",
"nos comprendemos mejor entre nosotras", punto de partida para
la búsqueda no menos ilusoria de una mítica "identidad
femenina". Si el sujeto es siempre singular, es necesario atravesar
el espejismo de la semejanza para acceder al reconocimiento de la diferencia.
Luego, a la hora de trabajar con mujeres, debemos tener en cuenta que
la alteridad se plantea en tres espacios: no sólo entre hombres
y mujeres, sino también entre las mujeres y, además, en
el seno de la subjetividad de cada una puesto que, como demuestra la clínica
psicoanalítica, el ser humano es un sujeto escindido, marcado por
el conflicto y la contradicción.
Formación de los grupos
Las mujeres que consultaban al Centro asistían, antes de su inclusión
en un grupo terapéutico, a una serie de entrevistas en las que
se recogía su historia vital. Aunque sabemos que las anamnesis
no pueden sino ser superficiales y engañosas, se impone evaluar
al menos si una persona tiene posibilidades de trabajar en grupo y de
beneficiarse de ello. Debemos conocer los motivos de consulta y su relación
con la situación familiar y laboral; las conexiones entre sintomatología
e historia; la problemática sexual y social; la estructura e historia
somera de la familia de origen y/o actual, la posición de la mujer
ante la maternidad, en caso de que sea pertinente. Aunque toda esta información
responda a la perspectiva del Yo de la paciente y el desvelamiento de
su sentido inconsciente sea el punto de llegada al que nos conducirá,
en el mejor de los casos, el proceso psicoterapéutico, no deja
de proporcionar indicaciones útiles a la hora de decidir si se
puede incluir en un grupo.
A continuación las mujeres se incorporaban a un grupo psicoterapéutico,
a menos que existiera alguna contraindicación como, por ejemplo,
encontrarse en situaciones críticas que requieren atención
individual, como en el caso de depresiones agudas o procesos de duelo;
presentar rasgos psicopáticos que podrían dificultar la
tarea grupal; o rasgos psicóticos, que harían temer una
descompensación. Al margen de estas contraindicaciones, los grupos
eran heterogéneos en cuando a edad, sintomatología, estructuras
de personalidad y situaciones vitales.
En los diez años de existencia del Centro de Psicoterapia de la
Mujer, alrededor de 150 pacientes han participado en nuestros grupos terapéuticos.
Aunque no tiene otro valor que el de una construcción estadística,
puede ser interesante describir el perfil de estas pacientes. Una minoría
de las mujeres que consultaban eran jóvenes estudiantes, en tanto
que la mayoría eran mujeres de 35 a 50 años, cuyo motivo
de consulta principal era la "depresión". Al respecto,
es necesario advertir que la creciente medicalización y psiquiatrización
de la demanda de ayuda por parte de las mujeres, ha dado lugar a la formulación
generalizada de esa demanda mediante el término "depresión".
Este rótulo es empleado en la actualidad para referirse a cualquier
tipo de sintomatología: no sólo designa la depresión
sino también la angustia, diversos tipos de somatizaciones, síntomas
neuróticos, crisis vitales, y también es utilizado habitualmente
para traducir todo malestar o sufrimiento psíquico. La palabra
"depresión" funciona entonces como un significante vacío,
que puede vincularse a una amplia gama de significados; o como una contraseña
que le abre a una persona las puertas de un espacio donde espera ser escuchada.
La mayoría de estas pacientes estaban casadas y tenían hijos.
En todos los casos los problemas de las relaciones de pareja tenían
una gran importancia, ya sea que se tratara de mujeres casadas o solteras,
hétero u homosexuales.
Las dificultades en la crianza de los hijos generalmente estaban asociadas
con el deficiente ejercicio de la función paterna por parte del
marido; estas amas de casa se hacían cargo de sus hijos casi con
exclusividad. Pero las mujeres trabajadoras se encontraban, en el marco
de la familia, en circunstancias similares. En consecuencia, se presentaban
dos tipos de situaciones en lo que respecta a la situación laboral.
Las mujeres que se desempeñaban sólo como amas de casa se
encontraban agobiadas por la responsabilidad total del cuidado de la familia;
las que trabajaban también fuera de casa se sentían desgarradas
por las exigencias, muchas veces incompatibles, relativas al ejercicio
de sus múltiples funciones.
Aunque en la actualidad las condiciones han cambiado, los estudios sociológicos
revelan que, a pesar de la mayor inserción en el mercado laboral
y la paridad política, las mujeres siguen dedicando mucho más
tiempo que los hombres al cuidado del hogar y la familia. "Es el
precio que tiene que pagar la mujer por incorporarse a la vida moderna
fuera de casa sin haber dejado de ser tradicional dentro de casa",
dice María Ángeles Durán (2007). Es fácil
apreciar que los cambios sociales son mucho más lentos que los
políticos y jurídicos. La socióloga señala
también que, en muchos casos, la tan mentada conciliación
se reduce a no tener hijos.
Es importante destacar que esta circunstancia, producto de la división
sexual del trabajo que todavía era casi la regla hace 25 años,
no por ser gravosa era menos libidinizada. En efecto, a poco analizar,
se ponía en evidencia el deseo de posesión exclusiva de
los hijos, con el consiguiente beneficio narcisista y el logro del ejercicio
del poder en el hogar, casi el único que estaba entonces al alcance
de la mayoría de las mujeres.
Además de las determinaciones propias de la historia vital y la
estructura psíquica singular, hemos podido apreciar un conflicto
paradigmático relacionado con el malestar experimentado por una
gran parte de las mujeres que han pasado por el Centro: si bien se resistían
a, o se sentían agobiadas por los roles femeninos tradicionales,
no podían "apartarse de la norma", ya sea por miedo,
por falta de recursos o por sentimientos de culpabilidad.
Cuando lograban formular en palabras aquello que los síntomas enmascaraban,
aunque expresándolo a la vez simbólicamente, comenzaban
a asumirse como sujetos en devenir, intentando enunciar un deseo propio;
a veces, sencillamente, el de poder desear.
Método
La psicoterapia grupal de orientación psicoanalítica se
ha originado, en cierto modo, en la aplicación de la regla fundamental
de la asociación libre a la escena grupal: no se establece ningún
tipo de temario, las participantes deben enunciar sus ocurrencias en el
grupo, tratando de no autocensurarse por razones de pudor, exigencias
intelectuales o morales, temor a ofender, etc. Claro está que las
cadenas asociativas articularán los discursos de los distintos
participantes, de modo que no se hallarán orientadas exclusivamente
por las determinaciones inconscientes individuales, sino también
por las tramas intersubjetivas que se irán tejiendo entre los integrantes.
Del lado del psicoterapeuta, el correlato es la atención flotante:
se trata de escuchar lo que los pacientes, queriendo decir, no dicen,
y lo que dicen sin querer decirlo. No se privilegia ningún tema,
ni se aconseja, ni se sanciona ninguna intervención de las participantes.
Se formulan interpretaciones del discurso, teniendo en cuenta en lo posible,
ya sea simultánea o sucesivamente, la situación global del
grupo, los vínculos que se establecen entre sus miembros y la singularidad
de cada uno. Asimismo, se sugieren construcciones referidas tanto a la
historia del grupo como a la de cada paciente. En el curso del proceso
psicoterapéutico observamos que en algunos momentos predomina el
imaginario grupal y en otros la subjetivación singular, pero es
necesario tener siempre presente que la finalidad es acceder a los conflictos,
ansiedades, deseos y aspiraciones de cada una de las pacientes.
Mario Campuzano (1996) ha sistematizado como sigue los mecanismos que
intervienen en los procesos psicoterapéuticos grupales:
>> 1. El apoyo deriva
de la posibilidad de establecer un vínculo de interés, ayuda
y contención emocional.
La mayor parte de las mujeres que acudían al Centro, como veremos
más adelante, eran amas de casa que vivían bastante aisladas
socialmente, de modo que, al margen de la función terapéutica
propiamente dicha, el mero hecho de asistir al grupo cumplía esta
función de apoyo, al proporcionarles un sentimiento de pertenencia,
sumado al hecho, poco frecuente en sus vidas, de ser escuchadas y respetadas.
>> 2. La catarsis, es
decir, la posibilidad de expresar afectos contenidos o evitados, ligados
a experiencias traumáticas, proporciona un alivio que ha sido reconocido
y propiciado desde la antigüedad, formando parte de ritos religiosos
o ceremonias sociales.
En nuestros grupos psicoterapéuticos las pacientes pudieron relatar,
muchas veces por primera vez en su vida, experiencias, sentimientos y
emociones que, al ser escuchados y tolerados, tanto por las otras participantes
como por las terapeutas, pudieron ser reconocidos y aceptados por ellas
mismas, primer paso imprescindible para su ulterior elaboración.
>> 3. El mecanismo de
identificación, que se produce inevitablemente entre las pacientes,
procura también alivio cuando alguna persona descubre que no es
la única que ha experimentado determinadas vivencias y permite
en ocasiones adoptar modelos diferentes proporcionados por las demás
integrantes del grupo.
Las terapias de apoyo utilizan fundamentalmente los tres mecanismos mencionados:
apoyo, catarsis e identificación, cada uno de los cuales puede
desempeñar un mayor o menor papel.
>> 4. El psicoanálisis
y las terapias psicoanalíticas, en cambio, procuran comprender
los fenómenos a partir de sus determinaciones inconscientes, empleando,
como ya he mencionado, los instrumentos básicos de la interpretación
y la construcción. Estas pondrán en marcha el trabajo de
la elaboración de los conflictos que, a su vez, permitirá
lograr modificaciones en la estructura psíquica, en la posición
del sujeto.
Como señala Campuzano, en la terapia psicoanalítica "el
mecanismo de apoyo busca mantenerse en el nivel de contención,
la catarsis se usa sin un especial énfasis y la identificación
no se promueve en cuanto a 'modelo de rol' sino se aprovecha como 'mecanismo
de relación interpersonal' susceptible de conocerse en relación
a sus determinantes inconscientes y, por tanto, susceptible de ser interpretada."
En efecto, se impone la necesidad de analizar las identificaciones, porque
favorecen situaciones especulares que, si bien son inevitables e incluso
cumplen una función en el proceso terapéutico, como veremos
más adelante, dificultan el reconocimiento de la alteridad, condición
sine qua non para la subjetivación.
Añadiré que el analista se diferencia de otros terapeutas
grupales por introducir la escucha psicoanalítica, la neutralidad
y la abstinencia. Como destaca Busto (2002), no se trata tanto de traducir
y descifrar, buscando permanentemente la comprensión de los acontecimientos
grupales, sino de "interrogar", creando las condiciones adecuadas
"para que las significaciones que circulan en un grupo permitan identificaciones
y movimientos transferenciales."
Intentamos evitar la antinomia individuo/grupo, siguiendo la propuesta
de Kaës, quien ha abandonado el concepto de "fantasía
inconsciente grupal", planteando en cambio que en los grupos las
fantasías son siempre individuales, aunque puedan ser compartidas.
Kaës considera que el "fantasma" es una escenificación
que se desarrolla entre varios sujetos. La integración de los sujetos
a una situación grupal, moviliza diferentes aspectos de su propia
subjetividad, y todo lo que "resuena y habla", en cada uno de
los participantes son posiciones en la escena fantasmática. Lo
singular corresponde a la posición que cada uno asume en dicha
escena. Escribe Kaës (1995): "El entrecruzamiento de los discursos
individuales forma puntos nodales, no sólo como una cadena sino
también como una trama, una red, un tejido asociativo. Esto significa
que no se trata solamente de una cadena significante sino de un conjunto
semiótico amplio y compuesto en el cual se entretejen palabras,
miradas, lugares, mímicas, gestos".
El grupo psicoterapéutico de mujeres
En el Centro de Psicoterapia de la Mujer hemos trabajado también
con grupos mixtos puesto que, dado el carácter exiguo de los honorarios
y la falta de recursos asistenciales públicos en ese momento, recibimos
demandas de atención por parte de hombres. Esto nos permite señalar
algunos rasgos específicos de los grupos psicoterapéuticos
de mujeres que los diferencian de los grupos mixtos.
>> 1. Uno de los primeros
efectos de la tarea psicoterapéutica en estos grupos, vinculado
con los mecanismos de apoyo, catarsis e identificación, es que
permitían romper el aislamiento en que vivían las amas de
casa en el medio urbano. Al trascender la preocupación inmediata
por los síntomas, las pacientes descubrían que algunos deseos
y fantasmas que cada una de ellas creía singulares, que consideraban
patológicos o extraños, eran compartidos por las demás
integrantes del grupo. Este reconocimiento conducía a cuestionar
algunas representaciones normativas y abstractas de carácter opresor
e inhibidor, como salud, madurez, normalidad.
Se pudo apreciar que los consiguientes cambios en sus actitudes dieron
lugar a las quejas o al disgusto de sus parejas u otros familiares (padres,
por ejemplo), puesto que consideraban que ellas estaban peor que antes.
En efecto, no respondían ya a unos modelos de relación intersubjetiva
que, si bien podían ser ventajosos para quienes convivían
con ellas, eran indudablemente patógenos para ellas mismas, como
sucede en el caso del sometimiento, que exige la represión o inhibición
de los propios deseos. Como manifestó en cierta ocasión
una paciente, cuyo marido se oponía acerbamente a que prosiguiera
la psicoterapia: "Prefiere verme enferma en la cama como antes, con
tal de que no salga a trabajar fuera de casa".[5]
Sin embargo, paralelamente a sus efectos positivos, fundamentalmente el
auto-reconocimiento como sujeto deseante a través del reconocimiento
por parte de las otras, los mecanismos de identificación mencionados
conllevan el riesgo de generar identidades colectivas en las que, imaginariamente,
todas se perciben como iguales. Estas construcciones suelen ponerse al
servicio de las resistencias, en tanto pueden operar como coartadas para
evitar el cuestionamiento de la propia identidad y, al ignorar las diferencias
existentes entre las participantes, desconocer también las diferencias
intrasubjetivas que dan lugar a conflictos o contradicciones entre distintos
deseos o estructuras de la personalidad.
Estos procesos de identificación recíproca y de reconocimiento
mutuo desempeñan un papel importante en las primeras fases de la
tarea grupal, de modo que no es conveniente obstaculizar su desarrollo.
No obstante, en cuanto comienza a establecerse su función resistencial,
es necesario analizarlos para impedir que obturen la emergencia de la
singularidad de cada sujeto, convirtiéndose en un nuevo medio de
alienación, si ya no en la realidad social, esta vez en la realidad
del microcosmos constituido por la realidad del grupo. Como ha observado
Anzieu (1986) en esta situación se sustituye el yo ideal de cada
uno de los miembros del grupo por un yo ideal grupal, constituyéndose
lo que él denomina "la ilusión grupal."
Generalmente se produce en estos grupos el pasaje de esa fase inicial
de pura semejanza ilusoria -buscar elementos comunes, reconocerse en las
otras- a otra fase de singularización en la que el espejo se rompe
-se reconocen las diferencias, se buscan soluciones y respuestas individuales
porque los problemas y los interrogantes, más allá de los
aspectos compartidos, también se reconocen como singulares.
El grupo psicoterapéutico con mujeres proporciona un espacio en
el que la palabra de cada una será escuchada en una doble dimensión:
por un lado, como palabra de un sujeto singular y por otro, en tanto se
trata de un grupo de mujeres, como palabra de un sujeto marcado por la
sexuación. Se podrá objetar que esto mismo tiene lugar en
cualquier tipo de psicoterapia de orientación psicoanalítica,
ya sea individual o grupal, pero hay una diferencia.
Recordemos que, como dice Freud, la oposición masculino/femenino
no se alcanza antes de la pubertad y supone el reconocimiento de que la
diferencia entre los sexos corresponde a la realidad anatómica
de dos órganos genitales diversos, donde no falta ni sobra nada.
Sin embargo, inconscientemente se superpone a las antítesis establecidas
en las fases pregenitales: sujeto/objeto (oral), activo/pasivo (anal)
y fálico/castrado (genital infantil). De modo que situarse en el
lugar de lo femenino equivale a colocarse en el lugar del objeto, la pasividad,
la castración. Esta perspectiva infantil, que pervive en lo inconsciente,
se ve reafirmada por el lugar que se asigna a lo femenino en la cultura
(la mujer está incluida en lo simbólico bajo la forma de
la exclusión) y por las relaciones de poder entre los sexos.
En este sentido, el lúcido análisis de John Berger (2000)
permite apreciar la identificación de la mujer con la mirada masculina,
con la consiguiente división subjetiva. Berger afirma que las mujeres
están ahí para satisfacer un apetito ajeno pero no para
tener uno personal; el deseo de ser reconocidas como deseables contribuye
a que se configuren como objetos para ser consumidos por los otros más
que como sujetos de un deseo propio. Los hombres miran a las mujeres y
éstas observan cómo son miradas, lo que determina no sólo
la mayor parte de las relaciones entre hombres y mujeres sino también
la relación de la mujer consigo misma: el observador interiorizado
en la mujer es masculino, en tanto que la observada es femenina. Al experimentar
su propio cuerpo como si fueran los observadores masculinos de sí
mismas, se transforman en un objeto, en particular en un objeto visual.
Como en todo grupo psicoterapéutico, en los grupos de mujeres cada
sujeto es escuchado no sólo por el analista, sino también
por los demás miembros. Sin embargo, en este caso la asunción
por parte de la mujer de la posición de sujeto deseante se encuentra
facilitada por el reconocimiento de la otra mujer como sujeto deseante.
El genitivo, en este caso, tiene un valor subjetivo y objetivo a la vez,
indicando que cada una reconoce a la otra, al tiempo que es reconocida
por la otra. Esta especularización inicial es de carácter
imaginario, como ya he mencionado, pero es tan inevitable como necesario
que se establezca, para ser ulteriormente atravesada y alcanzar la dimensión
simbólica del reconocimiento de la alteridad (que implica la articulación
de semejanzas y diferencias) y el intercambio, de modo que no queden prisioneras
del narcisismo.
Desde mi punto de vista, lo importante no es compensar el déficit
narcisista que, según algunas autoras, afectaría a las pacientes
como consecuencia de la desvalorización y subordinación
social de las mujeres, sino investigar las diferencias en las formas en
que se constituye el narcisismo en cada sujeto en función no sólo
de su singularidad sino también de su sexo.
Es probable que las mujeres, en concordancia con las observaciones de
Berger, orienten la libido narcisista hacia su imagen, más que
hacia otros aspectos de su yo o de su personalidad en general, de modo
que el narcisismo inviste la posición de objeto, en tanto el deseo
masculino es reconocido como el único deseo en juego. El deseo
prioritario de la mujer, como señaló Freud, sería
entonces el de ser deseada.
En consecuencia, el proceso terapéutico no puede, de ningún
modo, tender a alimentar el narcisismo de las mujeres, sino orientarse
a que pueda trascender la posición narcisista en la cual el cuerpo
y la imagen corporal constituyen el objeto fundamentalmente investido,
para acceder a una posición de sujeto de su propio deseo. En efecto,
el sujeto, desde el punto de vista psicoanalítico, es un sujeto
deseante, pero es imposible acceder a tal posición mediante el
refuerzo del narcisismo, que supone una plenitud y omnipotencia ilusorias.
Por el contrario, desear requiere el reconocimiento de la falta, de la
escisión del sujeto.
>> 3. En mi experiencia
con los grupos psicoterapéuticos de mujeres, una vez atravesada
la fase de identificación especular, salían a la luz con
mayor facilidad los cuestionamientos e interrogantes acerca de la identidad
femenina, dando lugar al surgimiento de una multiplicidad de posibilidades
capaces de sustituir al discurso social sobre la feminidad. En los grupos
mixtos, en cambio, la identidad sexuada de las mujeres tendía a
presentarse como algo incuestionable y no era habitual que surgiera el
interrogante "¿Qué significa ser una mujer?" Es
probable que la presencia de participantes de sexo masculino funcionara
como referente ante el cual la respuesta pareciera obvia. En estos grupos,
además de los polos constituidos por los individuos y el grupo
como totalidad, tenemos que tener en cuenta la conformación de
los subgrupos de los hombres y las mujeres que, en ciertos momentos, podían
fusionarse y generar identidades compartidas imaginariamente.
Sin embargo, también en los grupos de mujeres la referencia al
otro sexo estaba presente, ya fuera tácita o explícitamente.
He podido observar en ellos la tendencia a mitificar la figura masculina,
ya sea en el sentido de la idealización -"ellos son más
fuertes, tienen la vida más fácil, tienen más posibilidades,
son libres, hacen lo que quieren"- o de la desvalorización
-"son como niños, despreocupados, dependen de nosotras para
todo". En los grupos mixtos, en cambio, al ser testigos de las debilidades
y del sufrimiento de sus compañeros resultaba más fácil
reconstruir aquellas representaciones mitificadas.
Podemos concluir que en los grupos de mujeres la psicoterapia conduce
-entre otras cosas, por cierto- al reconocimiento de que entre las mujeres
no sólo hay semejanzas sino también diferencias, aunque
el riesgo es radicalizar las diferencias con respecto a los hombres. En
los grupos mixtos, en cambio, la psicoterapia facilita el descubrimiento
de que entre hombres y mujeres no sólo hay diferencias sino también
semejanzas.
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