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ENCENDER
EL DESEO DE PENSAR Reflexiones
al pie de la tarima Pilar Quejido
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“Es muy posible
que no sepamos muy bien qué es educar, o qué puede llegar
a ser. Pero sí sabemos a lo que no puede renunciar la educación:
a encender el deseo de pensar, a abrir las puertas de este deseo a cualquiera
y a asumir las consecuencias de este deseo compartido desde la igualdad”.
Marina Garcés.
Un mundo común. INTRODUCCIÓN Intentaré argumentar que en los asuntos del enseñar y el
aprender se ponen en juego aspectos emocionales por ambas partes que
tienen mucho peso, y que en determinadas materias no solo hay que tenerlo
en cuenta sino que hay que propiciar su análisis como parte fundamental
del aprendizaje. No es mi
intención detenerme en lo que haya podido suponer de bueno y
de malo la inclusión en el Espacio Europeo de Educación
Superior por considerar que está ampliamente debatido en otros
foros y que no afecta en lo substancial a aquello que me propongo narrar:
Para ello analizaré qué es lo que en mi opinión
deben aprender los estudiantes de trabajo social (y de cualquier profesión
de ayuda) y cómo se puede facilitar dicho aprendizaje en la universidad,
para terminar con una reflexión sobre los límites del
docente.
Si uno se acerca a leer las “competencias” que deben adquirir
los estudiantes de cualquier grado universitario, puede asombrarse de
la ambición de éstas. Se diría que una vez completados
sus estudios con éxito, contaremos con profesionales (no tanto
con ciudadanos) capaces de resolver eficazmente cualquier tipo de problema
que se les presente. Pero la realidad es que “la universidad no
tiene porqué, realmente no puede, formar profesionales competentes;
ésa es una formación que se ha de llevar a cabo en el
puesto de trabajo, en el ejercicio mismo de su profesión. La
universidad, tiene, sin embargo, que crear las condiciones para que
el alumnado pueda convertirse en un profesional responsable y llegue
a ejercer su profesión de una manera competente” (Angulo,
2008:200). Así, es imprescindible preguntarnos qué podemos hacer para
propiciar un contexto que ayude a los estudiantes para que en el futuro
puedan convertirse en dichos profesionales y porqué es importante
que lo hagamos. En nuestro caso, más allá de los contenidos (pero sin renunciar
a ellos, sino tomándolos como marco de referencia), un estudiante
de trabajo social debe poder reflexionar y tomar conciencia sobre su
historia personal, obviamente ligada a su historia familiar y a su relación
con el entorno, sobre sus habilidades, capacidades, límites y
flaquezas. Esta reflexión a mi entender debe pasar también
por preguntarse por los motivos que les/nos alientan a estudiar trabajo
social. ¿Qué es lo que les/nos empuja a acercarnos a los
desfavorecidos, a los marginados, a aquellos a los que el resto de la
sociedad consigue ignorar? A mi parecer, es importante iniciar esta
averiguación mientras se está estudiando. Y digo iniciar
en el sentido de que la respuesta irá adquiriendo matices diversos
a lo largo del tiempo y nunca hallará una argumentación
única. Siguiendo a Nussbaum (2005:28), es necesario
sustentar la enseñanza universitaria en una triple práctica:
en primer lugar, fomentar en cada alumno el examen crítico de
sí mismo y de sus tradiciones, de tal manera que le permita experimentar
lo que podríamos llamar, siguiendo a Sócrates, una vida
examinada; en segundo lugar, promover la capacidad
de verse a sí mismos no solo como sujetos pertenecientes a una
región, sino como “seres humanos vinculados a los demás
seres humanos por lazos de reconocimiento y mutua preocupación”;
y en tercer lugar, la extensión de la imaginación narrativa,
es decir, “la capacidad de pensar como sería estar en el
lugar de otra persona”. De la misma manera, para Angulo (2008), la reflexión sobre uno
mismo (nuestras creencias religiosas, culturales y costumbres), la asunción
de la responsabilidad social y la empatía y tolerancia sobre
otras perspectivas, son herramientas que nuestros futuros profesionales
necesitan cada vez con mayor urgencia. Más en los estudiantes
de Trabajo social, ya que “nuestra historia personal conecta con
la de las personas con las que trabajamos. Y en este contacto se producen
interacciones que hay que saber reconocer, para no confundirnos. Además
deberíamos saber cuánto hay de nosotros en la percepción
de lo que creemos que siente o le pasa al otro” (Aragonés,
2010:7) Es necesario ayudar a los estudiantes a reconocer y enfrentarse sin miedo
a sus propias fragilidades y vulnerabilidades, ya que para trabajar
con personas con carencias, es imprescindible haber pensado cómo
sería estar en su lugar, identificar emociones y ponerles nombre
para luego poder pensar en cómo “caen” los programas
de intervención que hacemos sobre sus destinatarios. La tendencia de los estudiantes es imaginarse en sus funciones profesionales
invulnerables, seguros detrás de sus corazas, ya sea en el despacho
con la mesa como escudo protector, rellenando la ininteligible documentación
de las ayudas o tras una imagen externa que les permita camuflarse entre
los usuarios. Pueden también caer en el extremo opuesto: la sobreidentificación con las personas a las que van
a atender, despojándolos de cualquier responsabilidad y, consecuentemente,
de cualquier posibilidad de acción para cambiar el curso de sus
vidas. Cuando se plantea a los estudiantes un tipo de trabajo reflexivo y de
introspección (dejando claro desde el principio que no se trata
de un espacio terapéutico) puede haber alguna resistencia a realizar
esta tarea, y se manifiesta de muchas maneras: “yo he venido a
estudiar, no a pensar sobre mí o mi familia”, “no
sé que pretende la profesora que haga”, “lo que hay
que hacer en éste caso es…”. Poco a poco se desvanecen
estas resistencias y la mayoría van entendiendo porqué
aquello que aprenden debe pasar por el tamiz de la reflexión
sobre ellos mismos. La serenidad por parte del docente es la mejor manera
de afrontar dichas resistencias. Acompañar al estudiante consiste en poder
manejar adecuadamente la propia exigencia y la comprensión, poder
vincularse adecuadamente, a la vez que respetar sus posibilidades y
aceptar que el proceso de aprendizaje, guía y orientación
están sujetos a procesos vitales y humanos (de estudiantes y
docentes) llenos de contradicciones, límites e incertidumbres”
(Puig, 2006).
a.
Reflexión sobre la experiencia de aprendizaje del
profesor/a Podría parecer fuera de tono plantear esta cuestión ya
que, a pesar del acercamiento al estudiantado (se han quitado las tarimas,
se intenta trabajar con grupos reducidos, etc.) ésta figura,
la del profesor, es reacia a cuestionarse. Me dieron la pauta para hacerlo,
además de varios autores que mencionaré a lo largo del
artículo, la frase que un alumno escribió en una valoración
sobre un curso: “¿Los profesores recuerdan alguna vez su
aprendizaje? ¿Han aprendido de su experiencia como alumnos?” Pensar sobre la experiencia como docente implica pensar en el propio
itinerario como estudiante, ya que éste configura de alguna manera
la matriz con la que nos enfrentamos a la tarea de enseñar. Brocbank y Mcgill (2002:24) aportan sus propias experiencias en las primeras páginas de su libro. ·Creemos que nuestra experiencia de aprendizaje ha influido en la forma de enfocar nuestro trabajo académico, aunque esto contradiga la postura tradicional de los estudiosos que se declaran incontaminados por cuestiones personales, a favor o en contra. Vamos, incluso, más lejos: valoramos positivamente lo personal (·) apreciamos a los aprendices como personas, con historia y vida real, antes de intentar ofrecerles oportunidades de adquirir conocimientos, destrezas y experiencia, junto con facilidades para el procesamiento y la reflexión.· Así, con una honestidad desarmante, relatan sus experiencias. Para Brockbank hay algo que destaca sobre todo y es el papel clave de la emoción en el aprendizaje. Después de experiencias iniciales negativas, el trato respetuoso y humano de otros profesores le ayudaron a identificar sentimientos y resolver dudas sobre sus deseos. Por su parte McGill, después de una sinuosa andadura hacia la enseñanza superior, cree que lo importante fue la relación con personas que establecieron contacto real con él y le ayudaron a encontrar su propia voz, una voz con la que ahora puede relacionarse con sus alumnos. Convencida como estoy de la utilidad de dicho planteamiento, enfrentarme
a la escritura de estas líneas pasaba por rememorar mi propio
proceso de aprendizaje. Si bien fue enriquecedor hacerlo, no fue fácil
decidir incluirlo en este texto. Mi evolución profesional fue atípica en
lo que se refiere a la
actividad docente universitaria. Llegué
a las aulas después de 18 años de ejercicio profesional y eso influyó
en mi intento de aportar lo que creo que un alumno necesita
para poder enfrentarse a
una profesión arriesgada que le
pondrá en contacto directo con las
carencias, las dificultades y la exclusión. Arriesgada en el sentido de que el
hecho de conectar tan
vivamente con las necesidades
humanas cuestiona muchas
veces las propias creencias y la propia integridad.
Durante mi ejercicio profesional recurrí a la teoría buscándola ansiosamente, como herramienta imprescindible para iniciar la práctica pero sobretodo como guía para comprender fenómenos y problemas de gran complejidad.
De igual manera sentí
la necesidad de trabajar con
colegas con los que
compartir las perplejidades
ocasionadas por los acontecimientos
cotidianos, extrayendo conocimientos de inestimable
valor. Mi contacto con el psicoanálisis desembocó en una terapia
personal, mi aprendizaje sobre el modelo sistémico me llevó
a revisar mi propia familia, cuando trabajé con grupos de usuarios
y usuarias aprendí de y sobre ellos, las dinámicas que
se dan, mi capacidad de trabajar en equipo y muchos otros aspectos de
mi manera de ser que tenían influencia directa en mi trabajo
diario. Encontré en el camino profesores, tutores y supervisores que encendieron
en mí el deseo de pensar
[2]
, que hicieron su labor honestamente pero, sobre todo,
siguieron uno de los pocos consejos que dio Wittgenstein: en la vida,
uno no debe estorbar. No creo necesario identificar explícitamente, con estos antecedentes,
cuál iba a ser mi apuesta en la docencia:
intentar promover la actitud de búsqueda dentro y fuera de uno
mismo y, por encima de todo, procurar no estorbar. Obviamente, es casi imposible promover la reflexión en aulas masificadas
que no ofrecen ni intimidad ni seguridad para hacerlo. En mi universidad
podemos trabajar con grupos reducidos una hora semanal. Antes de los
recortes, dichos grupos eran realmente reducidos, en la actualidad lo
son menos. Es en estos espacios donde puede abordarse la capacidad de
escucha y expresión de los futuros trabajadores sociales. Bain
(2005) relata cómo presentaba su asignatura un profesor universitario:
como una mesa que él había preparado con una serie de
manjares y que ofrecía a sus alumnos. Cada uno era libre de probar
aquello que le apeteciese, degustarlo, preguntar y explorar sobre ello
y compartirlo con sus colegas. Éste es el espíritu que
a mi entender debe presidir éstos espacios: lugares de experimentación
placentera y nutricia que pueden traer descubrimientos inesperados. Las tutorías, ya sean individuales o en grupo (tan infravaloradas
por los profesores universitarios españoles), son espacios con
múltiples posibilidades para ir al ritmo del alumno, del que
pueda y hasta donde quiera, dejando siempre claro que estas no son espacios
terapéuticos aunque algunas veces pueden tener estos efectos. Un lugar privilegiado para llevar a cabo esta tarea son los grupos de
supervisión de prácticas. El número reducido de
alumnos y la especial sensibilidad que desarrollan en su periodo de
prácticas permite abordar aspectos insospechados para ellos.
Creo de vital importancia evitar que este espacio tan preciado se convierta
en una “tutoría”, entendida como una ocasión
para dar instrucciones sobre los aspectos organizativos o como meros
controles donde revisar la documentación a presentar.
[3]
Hay otros espacios a menudo ignorados por los docentes
[4]
: los que los mismos estudiantes se procuran más
allá de horarios, clases o actividades académicas. Estos
existen a pesar de que una parte de los docentes sostenga que “los
jóvenes hoy no debaten como antes”. “Los jóvenes
universitarios” es un concepto general que esconde múltiples
formas de ser joven y universitario, de la misma manera que no hay una
única forma de ser “profesor universitario”. Mis
alumnos y alumnas debaten acaloradamente más allá de las
clases, y lo hacen no sólo de manera virtual, sino en conversaciones
prolongadas y, según cuentan, apasionadas. A menudo invito a profesionales en activo a compartir experiencias con
los estudiantes de tercer curso. Les pido que relaten situaciones que
les hayan dejado con la sensación de que no existe una actuación
“buena”, sino que hay varias, todas con sus ventajas e inconvenientes.
Es increíble la honestidad con que la aceptan ponerse a disposición
de los alumnos y plantear sus dudas como profesionales falibles. Desde
aquí se lo agradezco. Una alumna, en su trabajo, escribía lo siguiente sobre estas visitas:
“No es difícil adivinar el impacto que me ha causado la
visita de los profesionales. En conjunto ha sido como una desmitificación,
ya que tenemos tendencia a idealizar la figura del profesional porque
ellos lo hacen todo bien, porque saben mucho más que nosotros,
porque no dudan, porque son buenos, muy buenos, son unas máquinas
del trabajo social. Pues bien, lo hacen bien y son los mejores, pero
también se equivocan, también dudan, también tienen
sus miedos, sus quebraderos de cabeza y su no saber qué hacer.
Es bueno saberlo y más en primera persona. Los hace más
cercanos, los humaniza…” La gran mayoría de los estudiantes son muy jóvenes, y eso
puede representar en algunos una cierta dificultad por la corta cronología
en su itinerario vital. Les cuesta encontrar en su historia episodios
sobre los que reflexionar acerca de las emociones que han podido sentir
en momentos de incertidumbre, de abandono, de soledad, de desorientación.
Otros cuentan ya en su haber experiencias sobre las que reflexionar.
En cualquier caso, la literatura y el cine son de gran ayuda para empezar
a hablar sobre ello
[5]
. No se trata sólo de darles una lista de novelas o películas,
sino de elegir algunas y, a través de visionados conjuntos y
lecturas comentadas, extraer aquellos aspectos emocionales que sean
de interés.
He creído oportuno exponer el relato de dos experiencias para
ilustrar aquello que considero dos peligros de los docentes: uno, obviar
la importancia que nuestra actuación puede tener en la vida de
otras personas. Otro, ilustrar lo parcial de nuestros juicios y el riesgo
de atribuirnos funciones más allá de acompañantes
temporales de los alumnos en una parte de su proceso formativo y vital. A pesar de haberlo manifestado a lo largo del artículo, creo importante
remarcar de nuevo que el contexto docente no es un espacio terapéutico,
aunque pueda originar cambios importantes en las personas que participan
en la relación de enseñanza-aprendizaje mutuos. Parte
del aprendizaje implica pasar la información por uno mismo como
receptor, siempre diverso y con los propios bagajes personales, familiares,
culturales, de manera que los espacios que no son terapéuticos
funcionan como tales si se da cabida a lo que cada uno trae y pone en
juego al aprender. Los docentes, nuevamente disociados, tenemos auténtico pavor ante
esta afirmación, si bien no tenemos empacho en asegurar que tal
o cual profesor cambiaron nuestra vida o tuvieron un papel importante
en las decisiones que fuimos tomando en nuestro ciclo educativo y profesional.
Me atrevería a decir que no nos importaría que fuera así
siempre que esto sucediese “gratia et amore”,
es decir, sin saberlo ni ser conscientes de ello. Por supuesto, esto
nos evita cualquier pretensión de responsabilidad en el asunto.
El ejemplo de Laura es ilustrativo. Laura pasó desapercibida el primer día de clase. El segundo
la vi de nuevo en las primeras filas, algo mayor que la media de edad
de sus compañeros, mirándome fijamente mientras impartía
la clase. Lo que me llamó más la atención fue la
plasticidad y la capacidad de su rostro para reflejar las emociones.
A lo largo de aquel curso yo podía saber el efecto de mis palabras
en el aula con sólo mirarla. Era (es) brillante, tenaz, lectora
infatigable… Sus trabajos merecían siempre las más
altas calificaciones, y cuando los hacía en grupo, llevaba a
este a altos niveles de productividad. A la vez, su aprendizaje era reflexivo, pasando la información
por ella misma, cuestionando lo que la mayoría de sus compañeros
creía verdades completas. Hablé con ella antes de la redacción
de estas líneas. Para mi sorpresa, Laura no había sido siempre una estudiante brillante.
Los problemas externos a ella habían influido en su rendimiento
escolar, y eso le costó que sus profesores en la escuela la orientasen
hacia actividades más “manuales”. Pero lo importante
para el tema que nos ocupa fue que hubo una profesora y un tutor que
“la vieron” como una persona y no como una estudiante fracasada,
y que su implicación la salvó del desastre. Cuando me
lo contaba, me enseñó su libro de calificaciones de primaria
mientras decía: “Los profesores no sabéis el poder
que tenéis, un profesor puede hacer milagros…” Cuando le pregunté su opinión sobre lo que hacía
que un profesor consiguiera hacer reflexionar a sus alumnos, me dijo
algo inesperado: “que estimi allò que fa”
[6]
. Según Laura, eso le llevaría a saber
muy bien de lo que habla, a formarse continuamente y a estar dispuesto
a escuchar a sus alumnos y a aprender con ellos. Sin ella saberlo coincidía
con Mora (2013:67): “nada se puede llegar a conocer más
que aquello que se ama, aquello que nos dice algo”. En los estudios relacionados con la ayuda (psicología, educación
y trabajo social, etc.), existe la creencia (realidad en más
de una ocasión) de que el objetivo principal de cursarlos es
obtener ayuda para uno mismo. Sé de terapeutas que aconsejan
a sus pacientes estudiar alguna de estas carreras “porque le irá
muy bien”. Este hecho saca de quicio a los docentes que, como la que esto escribe,
formamos parte de la profesión en la que habrán de trabajar
nuestros estudiantes. Sirva como ejemplo la historia de Joel. El primer día de clase ya me fijé en él. ¿Cómo
había llegado un chico así a estudiar Trabajo Social?
Entró al aula detrás de mí. La mirada baja, los
brazos pegados al cuerpo, un corte de pelo pasado de moda, una camiseta
arrugada… pero por encima de todo, la timidez, el mirar huidizo,
como si quisiera (y quería) pasar desapercibido, ser invisible.
No abrió la boca en todo el curso, y cuando lo interrogaba directamente,
respondía rápido y azorado. Por fin decidí cumplir con mi supuesto deber de cancerbero de
la profesión (cargo que por cierto nadie me había otorgado)
y, creyéndome con el poder de decidir quién debe y quién
no debe ejercerla, club le comuniqué –eso si, en un espacio
de tutoría personalizada debidamente orquestado- le comuniqué,
digo, que yo “no lo veía como trabajador social”.
Ahora creo que, efectivamente, no lo veía. Con una locuacidad inusitada me dio sus razones para estar ahí,
estudiando a pesar de todo y de todos, una carrera para la que se sabía
poco hábil. Aunque me dio sus motivos para hacerlo (tan válidos
como los de cualquier otro) no consiguió convencerme. En la evaluación final suspendió el curso por pocas décimas
y entonces fue él quien me pidió hablar de nuevo. Más
desaliñado que de costumbre -“llevo unos días muy
malos desde que vi la nota, me dijo”-, estaba en el vestíbulo
con una hora de antelación. Sus palabras me dejaron anonadada:
“yo voy a seguir con los estudios, porque me gustan y quiero hacerlo,
aunque luego jamás trabaje. Pero si usted me ha suspendido porque
se ha hecho una idea de mí y cree que no soy apto para ejercer,
jamás aprobaré su asignatura, porque usted ya lo ha decidido.
Es posible que piense que me hace un favor no dejándome seguir,
es legítimo por su parte, pero creo que se equivoca”. En un momento se derrumbaron todos los artefactos pseudopsicológicos con los que había hecho el
andamiaje de mi argumentación. A pesar de no ser un alumno brillante,
me enseñó una lección que no he podido olvidar,
y es que “Cualquier estudiante tiene una buena razón para
estar ahí. Y los que podemos considerar menos dotados, tienen
razones muy poderosas para intentar seguir. Antes de prejuzgar, es interesante
escuchar estas razones” (Bain 2005:90). De las dos situaciones expuestas podemos deducir que “el aprendizaje
implica un desarrollo tanto personal como intelectual, y ni la capacidad
de aprender ni las cualidades del ser humano son inmutables. La gente
puede cambiar, y esos cambios –y no solo la acumulación
de información- representan el aprendizaje auténtico”
(Bain, 2005:94).
Llegado el momento de concluir, es siempre difícil sintetizar
y remarcar los aspectos que se consideran más significativos. Si creemos que en nuestra intervención
como trabajadoras sociales es imprescindible contar con la participación
plena de los sujetos con los que trabajamos, y la construcción
del vínculo es el medio por excelencia para hacerlo, debemos
mostrarnos dispuestos a hacerlo también con los estudiantes mientras
se están formando
[7]
. A pesar de las dificultades, es posible hacerlo en la universidad si se proporcionan las condiciones necesarias
(trabajar, al menos unas horas, con un número reducido de alumnos
y estar dispuesta a bajar de la tarima y enfrentarse a ello). En mi opinión, adquirir el título de grado ha de consistir
en una experiencia vital enriquecedora y los docentes podemos y debemos
ayudar a que el paso por la universidad sea algo más que el paso
por las aulas. Para ello, “hay que abrir espacios en los que aprender,
enseñar, pensar, escribir y crear, espacios donde exponerse a
lo imprevisto, a lo desconocido, a la zozobra, a la experimentación
que no se protege bajo resultados ya preestablecidos. En definitiva:
espacios donde abrir preguntas que realmente importen y compartir saberes
que verdaderamente nos afecten” (Garcés 2013:83). Así lo insinuaba en el párrafo final de su trabajo una
estudiante de tercer curso con el que me gustaría terminar estas
reflexiones: “¿La ética… qué
es la ética? Mejor dicho, ¿qué ha sido para mí
la Ética de la que hemos hablado? Ha sido abrir los ojos y encontrarme
con centenares de posibilidades, con la facilidad que tenemos para equivocarnos
y la pena de no poder saberlo hasta después de habernos equivocado,
la necesidad de pensar (…) ahora, en este momento, no sabría
decir con qué me quedo, pero dentro de unos años pregúntamelo.
Dentro de unos años, hablemos de nuevo”. Bibliografía Aragonés, T. (2010)
La supervisión y
la intervisión como apoyos estratégicos
para la práctica del trabajo social. Actas del XI Congreso Estatal de Trabajo social. Zaragoza [1] Trabajadora Social, Licenciada en Humanidades y profesora de Trabajo Social de la Universidad de Lleida [2] Una de ellas Marina Garcés, autora de la cita con la que inicio este escrito. A pesar de que fue mi profesora de filosofía en un entorno virtual, me transmitió emoción y entusiasmo para el estudio. [3] Aunque estos aspectos también haya que tratarlos. [4] Es curiosa la disociación que se produce entre aquello que los profesores consideramos importante de nuestra pasada vida universitaria (las horas de tertulias y discusiones en los bares como algo capital) y la ignorancia que demostramos respecto a los espacios que nuestros estudiantes utilizan para estos mismos fines.
[5]
Por
ejemplo Las hijas de Hanna de Marianne
Fredrikson para aprender a hacer genogramas complejos y adentrarse en sagas familiares, Aves migratorias de la misma autora para
comprender la importancia del apoyo en los acontecimientos traumáticos,
Caminos ocultos de Tawni
O’Dell para ver desde dentro la complejidad
de los sentimientos hacia sus padres de los niños que sufren
maltrato, Némesis de Philip Roth para entender
la ética del cuidado y tantas otras que surgen y que pueden
cambiar en función del grupo y de los intereses que, increíblemente,
son iguales y distintos cada curso. [6] Que ame lo que hace
[7]
Decía
Joan Carles Mèlich en una conferencia
que en la docencia hay cosas que no se pueden explicar, sólo
se pueden mostrar. |
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