ENCENDER EL DESEO DE PENSAR

  Reflexiones al pie de la tarima

  Pilar Quejido [1]

 



“Es muy posible que no sepamos muy bien qué es educar, o qué puede llegar a ser. Pero sí sabemos a lo que no puede renunciar la educación: a encender el deseo de pensar, a abrir las puertas de este deseo a cualquiera y a asumir las consecuencias de este deseo compartido desde la igualdad”.

Marina Garcés. Un mundo común.

 

INTRODUCCIÓN

Tengo que agradecer a la redacción de la Revista Huellas que me propusiera escribir sobre mi experiencia docente, porque hacerlo ha supuesto para mí un esfuerzo de clarificación sobre aspectos intuidos, compartidos muchas veces con colegas de manera fragmentaria, corroborados por lecturas que iban quedando como un poso, pero nunca puestos de manera ordenada y, espero, coherente.

En las siguientes líneas intentaré abordar lo que a mi entender debe ser una parte importante de la experiencia docente. Lo haré desde mi subjetividad y refiriéndome en todo momento a los estudios de Trabajo Social en los que ejerzo como profesora de materias relacionadas con la comprensión, el diagnóstico y la intervención con personas o colectivos que padecen problemas sociales. Vaya pues por delante que estas reflexiones no pretenden ser generalizables a todos los estudios ni a todas las materias.

Intentaré argumentar que en los asuntos del enseñar y el aprender se ponen en juego aspectos emocionales por ambas partes que tienen mucho peso, y que en determinadas materias no solo hay que tenerlo en cuenta sino que hay que propiciar su análisis como parte fundamental del aprendizaje.

No es mi intención detenerme en lo que haya podido suponer de bueno y de malo la inclusión en el Espacio Europeo de Educación Superior por considerar que está ampliamente debatido en otros foros y que no afecta en lo substancial a aquello que me propongo narrar:

a)     La necesidad de la reflexión detenida sobre lo que cada uno piensa de sí mismo, de su familia y del contexto en el que vive para poder iniciar un trabajo con las personas que forman parte de las capas desfavorecidas de la sociedad.
b)    La importancia de mirar hacia dentro y más allá de uno mismo si se quiere entender algo de lo que sucede a nuestro alrededor, y cómo esto puede quedar fácilmente fuera de las guías docentes centradas en la metodología, modelos de trabajo, técnicas, etc. 

Para ello analizaré qué es lo que en mi opinión deben aprender los estudiantes de trabajo social (y de cualquier profesión de ayuda) y cómo se puede facilitar dicho aprendizaje en la universidad, para terminar con una reflexión sobre los límites del docente.

  1. ¿QUÉ DEBEN APRENDER?

Si uno se acerca a leer las “competencias” que deben adquirir los estudiantes de cualquier grado universitario, puede asombrarse de la ambición de éstas. Se diría que una vez completados sus estudios con éxito, contaremos con profesionales (no tanto con ciudadanos) capaces de resolver eficazmente cualquier tipo de problema que se les presente. Pero la realidad es que “la universidad no tiene porqué, realmente no puede, formar profesionales competentes; ésa es una formación que se ha de llevar a cabo en el puesto de trabajo, en el ejercicio mismo de su profesión. La universidad, tiene, sin embargo, que crear las condiciones para que el alumnado pueda convertirse en un profesional responsable y llegue a ejercer su profesión de una manera competente” (Angulo, 2008:200).

Así, es imprescindible preguntarnos qué podemos hacer para propiciar un contexto que ayude a los estudiantes para que en el futuro puedan convertirse en dichos profesionales y porqué es importante que lo hagamos.

En nuestro caso, más allá de los contenidos (pero sin renunciar a ellos, sino tomándolos como marco de referencia), un estudiante de trabajo social debe poder reflexionar y tomar conciencia sobre su historia personal, obviamente ligada a su historia familiar y a su relación con el entorno, sobre sus habilidades, capacidades, límites y flaquezas. Esta reflexión a mi entender debe pasar también por preguntarse por los motivos que les/nos alientan a estudiar trabajo social. ¿Qué es lo que les/nos empuja a acercarnos a los desfavorecidos, a los marginados, a aquellos a los que el resto de la sociedad consigue ignorar? A mi parecer, es importante iniciar esta averiguación mientras se está estudiando. Y digo iniciar en el sentido de que la respuesta irá adquiriendo matices diversos a lo largo del tiempo y nunca hallará una argumentación única.

Siguiendo a Nussbaum (2005:28), es necesario sustentar la enseñanza universitaria en una triple práctica: en primer lugar, fomentar en cada alumno el examen crítico de sí mismo y de sus tradiciones, de tal manera que le permita experimentar lo que podríamos llamar, siguiendo a Sócrates, una vida examinada; en segundo lugar, promover la capacidad de verse a sí mismos no solo como sujetos pertenecientes a una región, sino como “seres humanos vinculados a los demás seres humanos por lazos de reconocimiento y mutua preocupación”; y en tercer lugar, la extensión de la imaginación narrativa, es decir, “la capacidad de pensar como sería estar en el lugar de otra persona”.

De la misma manera, para Angulo (2008), la reflexión sobre uno mismo (nuestras creencias religiosas, culturales y costumbres), la asunción de la responsabilidad social y la empatía y tolerancia sobre otras perspectivas, son herramientas que nuestros futuros profesionales necesitan cada vez con mayor urgencia. Más en los estudiantes de Trabajo social, ya que “nuestra historia personal conecta con la de las personas con las que trabajamos. Y en este contacto se producen interacciones que hay que saber reconocer, para no confundirnos. Además deberíamos saber cuánto hay de nosotros en la percepción de lo que creemos que siente o le pasa al otro” (Aragonés, 2010:7)

Es necesario ayudar a los estudiantes a reconocer y enfrentarse sin miedo a sus propias fragilidades y vulnerabilidades, ya que para trabajar con personas con carencias, es imprescindible haber pensado cómo sería estar en su lugar, identificar emociones y ponerles nombre para luego poder pensar en cómo “caen” los programas de intervención que hacemos sobre sus destinatarios.

La tendencia de los estudiantes es imaginarse en sus funciones profesionales invulnerables, seguros detrás de sus corazas, ya sea en el despacho con la mesa como escudo protector, rellenando la ininteligible documentación de las ayudas o tras una imagen externa que les permita camuflarse entre los usuarios.

Pueden también caer en el extremo opuesto: la sobreidentificación con las personas a las que van a atender, despojándolos de cualquier responsabilidad y, consecuentemente, de cualquier posibilidad de acción para cambiar el curso de sus vidas.

Cuando se plantea a los estudiantes un tipo de trabajo reflexivo y de introspección (dejando claro desde el principio que no se trata de un espacio terapéutico) puede haber alguna resistencia a realizar esta tarea, y se manifiesta de muchas maneras: “yo he venido a estudiar, no a pensar sobre mí o mi familia”, “no sé que pretende la profesora que haga”, “lo que hay que hacer en éste caso es…”. Poco a poco se desvanecen estas resistencias y la mayoría van entendiendo porqué aquello que aprenden debe pasar por el tamiz de la reflexión sobre ellos mismos. La serenidad por parte del docente es la mejor manera de afrontar dichas resistencias. Acompañar al estudiante consiste en poder manejar adecuadamente la propia exigencia y la comprensión, poder vincularse adecuadamente, a la vez que respetar sus posibilidades y aceptar que el proceso de aprendizaje, guía y orientación están sujetos a procesos vitales y humanos (de estudiantes y docentes) llenos de contradicciones, límites e incertidumbres” (Puig, 2006).

 

  1. CÓMO SE PUEDE FACILITAR

  a.     Reflexión sobre la experiencia de aprendizaje del profesor/a

Podría parecer fuera de tono plantear esta cuestión ya que, a pesar del acercamiento al estudiantado (se han quitado las tarimas, se intenta trabajar con grupos reducidos, etc.) ésta figura, la del profesor, es reacia a cuestionarse. Me dieron la pauta para hacerlo, además de varios autores que mencionaré a lo largo del artículo, la frase que un alumno escribió en una valoración sobre un curso: “¿Los profesores recuerdan alguna vez su aprendizaje? ¿Han aprendido de su experiencia como alumnos?”

Pensar sobre la experiencia como docente implica pensar en el propio itinerario como estudiante, ya que éste configura de alguna manera la matriz con la que nos enfrentamos a la tarea de enseñar.

Brocbank y Mcgill (2002:24) aportan sus propias experiencias en las primeras páginas de su libro. ·Creemos que nuestra experiencia de aprendizaje ha influido en la forma de enfocar nuestro trabajo académico, aunque esto contradiga la postura tradicional de los estudiosos que se declaran incontaminados por cuestiones personales, a favor o en contra. Vamos, incluso, más lejos: valoramos positivamente lo personal (·) apreciamos a los aprendices como personas, con historia y vida real, antes de intentar ofrecerles oportunidades de adquirir conocimientos, destrezas y experiencia, junto con facilidades para el procesamiento y la reflexión.· Así, con una honestidad desarmante, relatan sus experiencias. Para Brockbank hay algo que destaca sobre todo y es el papel clave de la emoción en el aprendizaje. Después de experiencias iniciales negativas, el trato respetuoso y humano de otros profesores le ayudaron a identificar sentimientos y resolver dudas sobre sus deseos. Por su parte McGill, después de una sinuosa andadura hacia la enseñanza superior, cree que lo importante fue la relación con personas que establecieron contacto real con él y le ayudaron a encontrar su propia voz, una voz con la que ahora puede relacionarse con sus alumnos.

Convencida como estoy de la utilidad de dicho planteamiento, enfrentarme a la escritura de estas líneas pasaba por rememorar mi propio proceso de aprendizaje. Si bien fue enriquecedor hacerlo, no fue fácil decidir incluirlo en este texto.

Mi evolución profesional fue atípica en lo que se refiere a la actividad docente universitaria. Llegué a las aulas después de 18 años de ejercicio profesional y eso influyó en mi intento de aportar lo que creo que un alumno necesita para poder enfrentarse a una profesión arriesgada que le pondrá en contacto directo con las carencias, las dificultades y la exclusión. Arriesgada en el sentido de que el hecho de conectar tan vivamente con las necesidades humanas cuestiona muchas veces las propias creencias y la propia integridad. Durante mi ejercicio profesional recurrí a la teoría buscándola ansiosamente, como herramienta imprescindible para iniciar la práctica pero sobretodo como guía para comprender fenómenos y problemas de gran complejidad. De igual manera sentí la necesidad de trabajar con colegas con los que compartir las perplejidades ocasionadas por los acontecimientos cotidianos, extrayendo conocimientos de inestimable valor.

Mi contacto con el psicoanálisis desembocó en una terapia personal, mi aprendizaje sobre el modelo sistémico me llevó a revisar mi propia familia, cuando trabajé con grupos de usuarios y usuarias aprendí de y sobre ellos, las dinámicas que se dan, mi capacidad de trabajar en equipo y muchos otros aspectos de mi manera de ser que tenían influencia directa en mi trabajo diario.

Encontré en el camino profesores, tutores y supervisores que encendieron en mí el deseo de pensar [2] , que hicieron su labor honestamente pero, sobre todo, siguieron uno de los pocos consejos que dio Wittgenstein: en la vida, uno no debe estorbar.

No creo necesario identificar explícitamente, con estos antecedentes, cuál iba a ser mi apuesta en la docencia: intentar promover la actitud de búsqueda dentro y fuera de uno mismo y, por encima de todo, procurar no estorbar.

  b.    Creación de espacios adecuados

Obviamente, es casi imposible promover la reflexión en aulas masificadas que no ofrecen ni intimidad ni seguridad para hacerlo. En mi universidad podemos trabajar con grupos reducidos una hora semanal. Antes de los recortes, dichos grupos eran realmente reducidos, en la actualidad lo son menos. Es en estos espacios donde puede abordarse la capacidad de escucha y expresión de los futuros trabajadores sociales. Bain (2005) relata cómo presentaba su asignatura un profesor universitario: como una mesa que él había preparado con una serie de manjares y que ofrecía a sus alumnos. Cada uno era libre de probar aquello que le apeteciese, degustarlo, preguntar y explorar sobre ello y compartirlo con sus colegas. Éste es el espíritu que a mi entender debe presidir éstos espacios: lugares de experimentación placentera y nutricia que pueden traer descubrimientos inesperados.

Las tutorías, ya sean individuales o en grupo (tan infravaloradas por los profesores universitarios españoles), son espacios con múltiples posibilidades para ir al ritmo del alumno, del que pueda y hasta donde quiera, dejando siempre claro que estas no son espacios terapéuticos aunque algunas veces pueden tener estos efectos.

Un lugar privilegiado para llevar a cabo esta tarea son los grupos de supervisión de prácticas. El número reducido de alumnos y la especial sensibilidad que desarrollan en su periodo de prácticas permite abordar aspectos insospechados para ellos. Creo de vital importancia evitar que este espacio tan preciado se convierta en una “tutoría”, entendida como una ocasión para dar instrucciones sobre los aspectos organizativos o como meros controles donde revisar la documentación a presentar. [3]

Hay otros espacios a menudo ignorados por los docentes [4] : los que los mismos estudiantes se procuran más allá de horarios, clases o actividades académicas. Estos existen a pesar de que una parte de los docentes sostenga que “los jóvenes hoy no debaten como antes”. “Los jóvenes universitarios” es un concepto general que esconde múltiples formas de ser joven y universitario, de la misma manera que no hay una única forma de ser “profesor universitario”. Mis alumnos y alumnas debaten acaloradamente más allá de las clases, y lo hacen no sólo de manera virtual, sino en conversaciones prolongadas y, según cuentan, apasionadas.

  c.     Relatos de profesionales, narrativa y cine.

A menudo invito a profesionales en activo a compartir experiencias con los estudiantes de tercer curso. Les pido que relaten situaciones que les hayan dejado con la sensación de que no existe una actuación “buena”, sino que hay varias, todas con sus ventajas e inconvenientes. Es increíble la honestidad con que la aceptan ponerse a disposición de los alumnos y plantear sus dudas como profesionales falibles. Desde aquí se lo agradezco.

Una alumna, en su trabajo, escribía lo siguiente sobre estas visitas:  

“No es difícil adivinar el impacto que me ha causado la visita de los profesionales. En conjunto ha sido como una desmitificación, ya que tenemos tendencia a idealizar la figura del profesional porque ellos lo hacen todo bien, porque saben mucho más que nosotros, porque no dudan, porque son buenos, muy buenos, son unas máquinas del trabajo social. Pues bien, lo hacen bien y son los mejores, pero también se equivocan, también dudan, también tienen sus miedos, sus quebraderos de cabeza y su no saber qué hacer. Es bueno saberlo y más en primera persona. Los hace más cercanos, los humaniza…”

La gran mayoría de los estudiantes son muy jóvenes, y eso puede representar en algunos una cierta dificultad por la corta cronología en su itinerario vital. Les cuesta encontrar en su historia episodios sobre los que reflexionar acerca de las emociones que han podido sentir en momentos de incertidumbre, de abandono, de soledad, de desorientación. Otros cuentan ya en su haber experiencias sobre las que reflexionar. En cualquier caso, la literatura y el cine son de gran ayuda para empezar a hablar sobre ello [5] .

No se trata sólo de darles una lista de novelas o películas, sino de elegir algunas y, a través de visionados conjuntos y lecturas comentadas, extraer aquellos aspectos emocionales que sean de interés.

  1. LÍMITES DEL DOCENTE.

He creído oportuno exponer el relato de dos experiencias para ilustrar aquello que considero dos peligros de los docentes: uno, obviar la importancia que nuestra actuación puede tener en la vida de otras personas. Otro, ilustrar lo parcial de nuestros juicios y el riesgo de atribuirnos funciones más allá de acompañantes temporales de los alumnos en una parte de su proceso formativo y vital.

  a.     Para bien y para mal

A pesar de haberlo manifestado a lo largo del artículo, creo importante remarcar de nuevo que el contexto docente no es un espacio terapéutico, aunque pueda originar cambios importantes en las personas que participan en la relación de enseñanza-aprendizaje mutuos. Parte del aprendizaje implica pasar la información por uno mismo como receptor, siempre diverso y con los propios bagajes personales, familiares, culturales, de manera que los espacios que no son terapéuticos funcionan como tales si se da cabida a lo que cada uno trae y pone en juego al aprender.

Los docentes, nuevamente disociados, tenemos auténtico pavor ante esta afirmación, si bien no tenemos empacho en asegurar que tal o cual profesor cambiaron nuestra vida o tuvieron un papel importante en las decisiones que fuimos tomando en nuestro ciclo educativo y profesional. Me atrevería a decir que no nos importaría que fuera así siempre que esto sucediese “gratia et amore”, es decir, sin saberlo ni ser conscientes de ello. Por supuesto, esto nos evita cualquier pretensión de responsabilidad en el asunto.

El ejemplo de Laura es ilustrativo.

Laura pasó desapercibida el primer día de clase. El segundo la vi de nuevo en las primeras filas, algo mayor que la media de edad de sus compañeros, mirándome fijamente mientras impartía la clase. Lo que me llamó más la atención fue la plasticidad y la capacidad de su rostro para reflejar las emociones. A lo largo de aquel curso yo podía saber el efecto de mis palabras en el aula con sólo mirarla. Era (es) brillante, tenaz, lectora infatigable… Sus trabajos merecían siempre las más altas calificaciones, y cuando los hacía en grupo, llevaba a este a altos niveles de productividad.

A la vez, su aprendizaje era reflexivo, pasando la información por ella misma, cuestionando lo que la mayoría de sus compañeros creía verdades completas. Hablé con ella antes de la redacción de estas líneas.

Para mi sorpresa, Laura no había sido siempre una estudiante brillante. Los problemas externos a ella habían influido en su rendimiento escolar, y eso le costó que sus profesores en la escuela la orientasen hacia actividades más “manuales”. Pero lo importante para el tema que nos ocupa fue que hubo una profesora y un tutor que “la vieron” como una persona y no como una estudiante fracasada, y que su implicación la salvó del desastre. Cuando me lo contaba, me enseñó su libro de calificaciones de primaria mientras decía: “Los profesores no sabéis el poder que tenéis, un profesor puede hacer milagros…”

Cuando le pregunté su opinión sobre lo que hacía que un profesor consiguiera hacer reflexionar a sus alumnos, me dijo algo inesperado: “que estimi allò que fa” [6] . Según Laura, eso le llevaría a saber muy bien de lo que habla, a formarse continuamente y a estar dispuesto a escuchar a sus alumnos y a aprender con ellos. Sin ella saberlo coincidía con Mora (2013:67): “nada se puede llegar a conocer más que aquello que se ama, aquello que nos dice algo”.

b.    Creerse la guardiana de la profesión.

En los estudios relacionados con la ayuda (psicología, educación y trabajo social, etc.), existe la creencia (realidad en más de una ocasión) de que el objetivo principal de cursarlos es obtener ayuda para uno mismo. Sé de terapeutas que aconsejan a sus pacientes estudiar alguna de estas carreras “porque le irá muy bien”.

Este hecho saca de quicio a los docentes que, como la que esto escribe, formamos parte de la profesión en la que habrán de trabajar nuestros estudiantes. Sirva como ejemplo la historia de Joel.

El primer día de clase ya me fijé en él. ¿Cómo había llegado un chico así a estudiar Trabajo Social?

Entró al aula detrás de mí. La mirada baja, los brazos pegados al cuerpo, un corte de pelo pasado de moda, una camiseta arrugada… pero por encima de todo, la timidez, el mirar huidizo, como si quisiera (y quería) pasar desapercibido, ser invisible. No abrió la boca en todo el curso, y cuando lo interrogaba directamente, respondía rápido y azorado.

Por fin decidí cumplir con mi supuesto deber de cancerbero de la profesión (cargo que por cierto nadie me había otorgado) y, creyéndome con el poder de decidir quién debe y quién no debe ejercerla, club le comuniqué –eso si, en un espacio de tutoría personalizada debidamente orquestado- le comuniqué, digo, que yo “no lo veía como trabajador social”. Ahora creo que, efectivamente, no lo veía.

Con una locuacidad inusitada me dio sus razones para estar ahí, estudiando a pesar de todo y de todos, una carrera para la que se sabía poco hábil. Aunque me dio sus motivos para hacerlo (tan válidos como los de cualquier otro) no consiguió convencerme.

En la evaluación final suspendió el curso por pocas décimas y entonces fue él quien me pidió hablar de nuevo. Más desaliñado que de costumbre -“llevo unos días muy malos desde que vi la nota, me dijo”-, estaba en el vestíbulo con una hora de antelación. Sus palabras me dejaron anonadada: “yo voy a seguir con los estudios, porque me gustan y quiero hacerlo, aunque luego jamás trabaje. Pero si usted me ha suspendido porque se ha hecho una idea de mí y cree que no soy apto para ejercer, jamás aprobaré su asignatura, porque usted ya lo ha decidido. Es posible que piense que me hace un favor no dejándome seguir, es legítimo por su parte, pero creo que se equivoca”.

En un momento se derrumbaron todos los artefactos pseudopsicológicos con los que había hecho el andamiaje de mi argumentación. A pesar de no ser un alumno brillante, me enseñó una lección que no he podido olvidar, y es que “Cualquier estudiante tiene una buena razón para estar ahí. Y los que podemos considerar menos dotados, tienen razones muy poderosas para intentar seguir. Antes de prejuzgar, es interesante escuchar estas razones” (Bain 2005:90).

De las dos situaciones expuestas podemos deducir que “el aprendizaje implica un desarrollo tanto personal como intelectual, y ni la capacidad de aprender ni las cualidades del ser humano son inmutables. La gente puede cambiar, y esos cambios –y no solo la acumulación de información- representan el aprendizaje auténtico” (Bain, 2005:94).

 
EPÍLOGO

Llegado el momento de concluir, es siempre difícil sintetizar y remarcar los aspectos que se consideran más significativos.

Quizá el primero es que en los estudios que tienen que ver con las profesiones de ayuda (como mínimo, si no en todos) debe haber espacios en los que se aliente a los estudiantes a pensar críticamente sobre ellos mismos, el mundo que les rodea y su posición en él, ya que no es tan importante que los estudiantes puedan aprobar los exámenes, sino que su educación tenga una influencia prolongada, substancial y positiva en su manera de pensar, actuar y sentir. (Bain:2005)

Si creemos que en nuestra intervención como trabajadoras sociales es imprescindible contar con la participación plena de los sujetos con los que trabajamos, y la construcción del vínculo es el medio por excelencia para hacerlo, debemos mostrarnos dispuestos a hacerlo también con los estudiantes mientras se están formando [7] .

A pesar de las dificultades, es posible hacerlo en la universidad si se proporcionan las condiciones necesarias (trabajar, al menos unas horas, con un número reducido de alumnos y estar dispuesta a bajar de la tarima y enfrentarse a ello).

En mi opinión, adquirir el título de grado ha de consistir en una experiencia vital enriquecedora y los docentes podemos y debemos ayudar a que el paso por la universidad sea algo más que el paso por las aulas. Para ello, “hay que abrir espacios en los que aprender, enseñar, pensar, escribir y crear, espacios donde exponerse a lo imprevisto, a lo desconocido, a la zozobra, a la experimentación que no se protege bajo resultados ya preestablecidos. En definitiva: espacios donde abrir preguntas que realmente importen y compartir saberes que verdaderamente nos afecten” (Garcés 2013:83).

Así lo insinuaba en el párrafo final de su trabajo una estudiante de tercer curso con el que me gustaría terminar estas reflexiones:

 “¿La ética… qué es la ética? Mejor dicho, ¿qué ha sido para mí la Ética de la que hemos hablado? Ha sido abrir los ojos y encontrarme con centenares de posibilidades, con la facilidad que tenemos para equivocarnos y la pena de no poder saberlo hasta después de habernos equivocado, la necesidad de pensar (…) ahora, en este momento, no sabría decir con qué me quedo, pero dentro de unos años pregúntamelo. Dentro de unos años, hablemos de nuevo”.


Bibliografía

Aragonés, T. (2010) La supervisión y la intervisión como apoyos estratégicos para la práctica del trabajo social. Actas del XI Congreso Estatal de Trabajo social. Zaragoza
Angulo, JF. (2008). "La voluntad de distracción: las competencias en la universidad"en Gimeno Sacristán, Educar por competencias. ¿Qué hay de nuevo? (pp. 176-205). Barcelona, Morata.
Bain, K. (2005) El que fan els millors professors universitaris, Valencia, Publicaciones de la Universidad de Valencia
Brockbank, A. McGill, I. (2002) Aprendizaje reflexivo en la educación superior, Madrid, Morata
Garcés, M. (2013) Un mundo común Barcelona: Ediciones Bellaterra
Mora, F. (2013) Neuroeducación. Solo se puede aprender aquello que se ama, Madrid, Alianza editorial
Nussbaum, M. (2005) El cultivo de la humanidad. Una defensa clásica de la reforma en la educación liberal, Barcelona, Paidós
Puig, C
. (2006) "La profesionalización del estudiante y el espacio práctico de calidad. Plan de prácticum de intervención e innovación docente", en Acciones e investigaciones sociales, Nº Extra 1-2006



[1] Trabajadora Social, Licenciada en Humanidades y profesora de Trabajo Social de la Universidad de Lleida

[2] Una de ellas Marina Garcés, autora de la cita con la que inicio este escrito. A pesar de que fue mi profesora de filosofía en un entorno virtual, me transmitió emoción y entusiasmo para el estudio.

[3]  Aunque estos aspectos también haya que tratarlos.

[4]  Es curiosa la disociación que se produce entre aquello que los profesores consideramos importante de nuestra pasada vida universitaria (las horas de tertulias y discusiones en los bares como algo capital) y la ignorancia que demostramos respecto a los espacios que nuestros estudiantes utilizan para estos mismos fines.

[5]  Por ejemplo Las hijas de Hanna de Marianne Fredrikson para aprender a hacer genogramas complejos y adentrarse en sagas familiares, Aves migratorias de la misma autora para comprender la importancia del apoyo en los acontecimientos traumáticos, Caminos ocultos de Tawni O’Dell para ver desde dentro la complejidad de los sentimientos hacia sus padres de los niños que sufren maltrato, Némesis de Philip Roth para entender la ética del cuidado y tantas otras que surgen y que pueden cambiar en función del grupo y de los intereses que, increíblemente, son iguales y distintos cada curso.

[6]  Que ame lo que hace

[7]  Decía Joan Carles Mèlich en una conferencia que en la docencia hay cosas que no se pueden explicar, sólo se pueden mostrar.